Uruguay: el "paisito" oriental

POR SOLEDAD MORILLO BELLOSO - VIAJES - 04 JUL 2013, 8:58 P.M.

Cuando con una pareja amiga fuimos a Uruguay, esperábamos un país pequeño, más bien simple, modesto, añejo, bucólico, cargado de historia y de suspiros por el pasado. Nos habían hablado bien de la culinaria. Claro está, siendo cuna de grandes escritores, la fama literaria nos hacía interesarnos en su oferta cultural. También nos habían dicho que encontraríamos encantadora a la campiña de ese “paísito” del sur.

El automóvil lo rentamos en Colonia de Sacramento, donde llegamos por ferry en una travesía realmente corta por el Rio de la Plata desde Buenos Aires. Hay dos compañías que prestan el servicio: Buquebus y Colonia Express, ambos de primera calidad, aun cuando el terminal porteño de Buquebus es muy moderno y está cómodamente situado, con fácil acceso por “subte”, colectivo o taxi.

Tan pronto el ferry atracó en puerto oriental y desembarcamos, sentimos que algo bueno estaba por ocurrirnos. Teníamos una corazonada, un buen presentimiento. Habíamos reservado en una pequeña posada frente a la plaza principal. La Misión. Un albergue limpio, en una casa antigua y dueños que nos recibieron con una sonrisa de oreja a oreja a lo que ellos mismos llamaban “su hogar”. La mañana siguiente, bien dormidos y bien desayunados (se me hace la boca agua recordando los croissants), comenzó el proceso de descubrimiento.

Es imposible no enamorarse de esa villa hermosa, con tan buena base arquitectónica e histórica de las épocas provincial y republicana, en la cual se nota la mixtura de lo español, lo portugués y lo criollo, con algún relevante dejo de influencia inglesa. Como no era verano, la población flotante de turistas que suele ser numerosa era escasa, para nuestra fortuna. Ello nos permitió caminar a placer y sin tropiezos por callejuelas empedradas, perdernos por los entresijos de la costanera  y disfrutar de ese frío sabroso que quienes no vivimos en países de cuatro estaciones deseamos porque no tenemos que padecer los rigores de un invierno.

En efecto, la gastronomía exhibía conocimiento con candor. La carta en los restaurantes era pequeña. Pero vaya si en apenas una hojita, usualmente escrita con caligrafía de literatos, caben exquisiteces. La bonhomía de los orientales ya comenzaba a abrirse espacio en nuestros recuerdos. La sorpresa mayor estuvo en descubrir esa Colonia más allá de su casco histórico. Una zona turística y vacacional pujante, en plena expansión -y con notorio respeto a la naturaleza- se abre paso, ofreciendo hoteles, casas y albergues en los cuales los arquitectos ensayan con materiales y con líneas atrevidas. Abren sus puertas cada día nuevos restaurantes, pequeños pubs y cafés con terrazas y sillas colocadas para mirar. Al final de la larga avenida que bordea la costa, se llega al Sheraton, un hotel/spa hermoso, suave, moderno y absolutamente integrado al medio ambiente. Un café en la terraza nos obsequió una inesperada y espléndida tranquilidad. Aquella tarde me prometí que algún día me hospedaría allí.

Rumbo a Montevideo

La carretera de Colonia a Montevideo es casi impecable. Perfectamente asfaltada, no hallamos en ella ni un solo hueco. Además, bien iluminada y señalizada. Hubo varias paradas obligadas para tomar algún café y comer una empanada y para probar de los ya proverbiales quesos uruguayos.  Uno no se puede ir de Uruguay sin degustar tan variada oferta de quesos de leche de vaca, oveja y cabra.  Y, claro está, partir sin catar de los vinos y los espumantes sería una torpeza inexcusable.

Nos detuvimos en una chacra donde su dueño abre las puertas para mostrar su variada y curiosa colección de lápices que, según insiste, está en el libro Guinness de récords, lo cual le creemos. El hijo mayor estaba afuera en el patio ocupándose de las labores del “asado”. Nos da a probar un embutido. Nos chupamos los dedos. Un auténtico regalo para el paladar.

Por andar distraídos y no fijarnos bien en el mapa, entramos a Montevideo por la parte que obliga a transitar por entre calles que ni tan siquiera aparecen en el plano de la ciudad. Buscábamos, como era lógico, la vía a la Rambla, de la cual nos habían hablado mucho y muy bien. Varios minutos de extravío y no pocas carcajadas más tarde, el frontis fluvial de la capital se nos abrió frente a nuestra vista como abanico de terciopelo.

La Rambla de Montevideo no es un lindero con el agua. Tampoco una acera bien hecha que bordea la costa. Es, créanme, una confluencia de sensaciones, de miradas que van y vienen, de gente que camina sin atender presiones del tiempo. Al atardecer, una muchacha reta al frío y hace jogging. Pasa por delante de un grupo de estudiantes que allí concurren a dejarse enamorar al arrullo de las olas que van y vienen con pausa. Una señora ya mayor pasea del brazo de su marido. El la mira con esa adoración que sólo existe entre las gentes que llevan años juntos. Más allá, un joven de unos treinta años, con cara de empresario emprendedor, camina con su perro, un ejemplar lanudo con ojos melados. Cada pocos metros, hay bancos para reposar y dejarse seducir por el rumor del oleaje y el suave placer de un espacio construido para que ser humano, ciudad y majestuoso río se entrelacen. Lograron quienes la diseñaron -y con el tiempo fueron remodelándola- ser generosos y comprensivos con los habitantes y visitantes. Entendieron que tenía dueño. Sí, la Rambla de Montevideo es patrimonio de los montevideanos.

Más que un alojamiento

En Pocitos, una zona de clase media dentro de la ciudad de Montevideo, la vida es como a muchos nos gusta. Interesante sin embates, segura no importa la hora, llena de detalles que no agreden al ciudadano de a pie. Hay pequeños bistrós, librerías abiertas hasta la madrugada, abastos con todo lo que uno pueda necesitar, cafés en los que nadie apura y el suficiente volumen de sonido para que uno pueda escucharse y escuchar. Y todo a distancia caminable.

Allí, en Pocitos, estaba nuestro apartotel, el Punta Trouville, verdadera joya de alojamiento (que conseguí por Internet) ubicado en un edificio flaco y de pocos pisos (no más de 7), con todas las comodidades que se pueda precisar y a muy solidario precio. Sus habitaciones son suites con kitchenette, camas de buenos colchones, mullidas almohadas y lencería de excelente calidad, baños bien hechos y con toallas grandes y perfumadas, conexión a Internet de alta velocidad. Cuida el Punta Trouville del paladar del huésped ofreciendo uno de los mejores desayunos buffet que he encontrado en mi transitar por el mundo. No se afane. Disfrútelo. Saboréelo. Déjese invadir por el gusto de una amplia gama de panes a cual mejor, huevos ofrecidos como usted lo desee, tostadas francesas, panqueques y crepes, quesos sin iguales que acuden a despertar nuestras papilas, yogures tersos, mermeladas sin preservativos que son un festejo a la vista y a la satisfacción, jugos naturales refrescantes (con pulpa), bandejas de todas las frutas de estación y tés y cafés que no son apenas el acompañante que incita al desaire sino cómplices de todos aquellos placeres para los sentidos. ¡Y está incluido en el precio de la habitación!

No deje de pasear a pie por Pocitos. Puede hacerlo durante el día e incluso hasta altas horas de la madrugada. Ni se angustie por la inseguridad. Los ladrones se jubilaron y ni rastro de ellos. Pasada la medianoche –le garantizo- habrá una librería o un café abiertos. Hay algo casi mágico en estar en una ciudad donde el caminar de los transeúntes, cualquiera sea la hora, es primera prioridad.

Montevideo: El Centro

Está en remodelación. Yo diría -más bien- en rescate y embellecimiento. No están haciendo una vitrina para una muñeca intocable. Por el contrario, toda la labor de arquitectos, urbanistas, paisajistas e historiadores que lideran el proyecto se concentra en concebir y ofrecer un centro para la gente, para el que allí trabaja, para quien allí acude a hacer diligencias, para tantísimos que habitan allí o van en procura de un condumio con sabor a historia escrita con pluma de vanguardia o de un objeto de esos que en todas las ciudades del mundo le comentan a uno  que “eso sólo se consigue en el centro”.

Entre las calles, bulevares y plazas, el centro montevideano es sencillamente sabroso para caminar sin horario. Abundan los cafés, los estantes de ventas de frutas y dulces, librerías que parecen todas partes de museos, tiendas que marcan en su entrada su data de fundación de antes de la llegada del siglo XX, anticuarios,  museos, galerías de arte, tiendas de música, ventorrillos de objetos de subastas y un largo etcétera. Camínese el centro con calma, sin prisas. Dese tiempo para ir descubriendo los pequeños detalles: las puertas, las cerraduras, los balcones, los techos. Disfrute de un casco donde la seguridad ni tan siquiera está en discusión. Dedíquele al menos una mañana. Trate que su plan lo lleve a estar allí a la hora del almuerzo y vaya a engordar justificadamente en el Mercado del Puerto, espacio que ha sido convertido en un lugar que reúne una excelente muestra de la gastronomía montevideana, tanto de la tradicional como de la avant garde y de autor. El lugar es hermoso y atienden de maravilla. El cubierto por persona no es barato pero tampoco un escándalo.  Unos 35 o 40$ por plato principal y postre y un par de copas de vino. La carne argentina tiene mucha fama, pero créame que la uruguaya es mucho mejor.  Dicen que es porque el ganado sólo come pasto orgánico. En Uruguay la palabra “transgénico” es una grosería.  Ah, y si le gusta el cordero, estupendo. Lo preparan en todas sus formas. Hay algo en la cocina montevideana que recuerda a la vasca y a la gallega. Coma. Buena página para sumar a su portafolio de recuerdos. No es Uruguay lugar para andarse con dietas. Ello sería un triste desperdicio.

Antes de regresar hacia Pocitos, váyase a la zona del puerto. Allí fíjese en el cielo y verá la punta de un edificio de factura modernísima, con 160 mts. de altura. Lléguese hasta La Aguada. Es el Complejo Torre de las Comunicaciones, construido en una de las zonas más antiguas de la ciudad, frente a la bahía y el puerto. Forma parte del Plan Fénix de revitalización urbana. Allí operan las telefónicas y cuenta con una biblioteca, un mirador y un auditórium impresionantes. El proyecto fue inaugurado en julio de 2003, cuando Antel recibió la edificación que fuera diseñado magistralmente por el arquitecto uruguayo Carlos Ott.

Carrasco

Alguna vez fue un suburbio de la ciudad de Montevideo, donde los montevideanos de alto nivel social tenían sus casas de veraneo. Ahora forma parte de la urbe capitalina. Exhibe una mezcla de arquitectura de ya tres siglos. Hay casonas hermosas de épocas de finales del XIX y principios del XX, viviendas que parecen transportadas de cualquier ciudad europea, todo ello confundido con edificaciones híper modernas con diseño siglo XXI. Carrasco cuenta con dos o tres calles o avenidas repletas de tienditas y restaurantes. Y, claro, abundan los cafés. No deje de visitar el supermercado, no inmenso pero tan bien surtido que pasear por él forma parte de lo que yo llamo “la experiencia oriental”.

Ah, entre Carrasco y Pocitos, sobre la bahía, hay un bar-restaurant de quedarse con la boca abierta. Se llama Heming-Way, en clara alusión y homenaje al escritor Ernest Hemingway. No se lo puede perder. Un par de horas allí y usted concluirá que Dios estaba de muy buen humor y los ángeles estaban de fiesta el día que se hizo la Bahía de Montevideo.

Vámonos para Punta

No caiga en el craso que nosotros cometimos. No piense en que como Punta del Este está a una distancia no muy lejana (134 kms.) y por una autopista estupenda, se puede ir ida por vuelta. Si en algún lugar vale la pena quedarse es en la zona de Punta.

A mí no me cautivan los balnearios de moda con edificios gigantescos, salvo para admirar alguna arquitectura de vanguardia. Tampoco me interesan los casinos y en general le huyo a cualquier tradicional asunto de diversión dirigida. No dudo que Punta sea una maravilla en verano, cuando está atestada de turistas – principalmente argentinos y brasileros- y la rumba no para. Pero como nosotros fuimos en julio (invierno en el sur), la ciudad estaba en absoluta paz. Eso nos permitió recorrerla de principio a fin y por sus cuatro puntos cardinales. La avenida que bordea la playa es fantástica, divina para caminar, para detallar una diversidad insospechada en una ciudad cuya principal vocación es sin duda el verano. Pero adentrarse en las zonas más alejadas de la playa es una experiencia de festejo paisajístico.  No se pierda esa expedición por las calles de la Punta no turística.

Casi llegando al final de la costanera, frente a unas marinas donde duermen el invierno unos barcos hermosos, hay varios restaurantes. Muchos aparecen en guías de turismo. Nosotros nos decidimos por uno que ni era mencionado, acaso por su nombre: El Secreto. Máxima recomendación.  Mi marido, para variar, pidió cordero. La pareja amiga y yo decidimos ensayar con la oferta de platillos del mar. Bueno, bueno, ¿por dónde empiezo? Yo adoro las almejas. Y además –modestia parte- las preparo muy bien. Estas que pedimos, a la provenzal, estaban de muerte lenta y sin apuro. Una palangana para cada uno, con al menos un par de docenas, alcanzó pero no sobró. Con pedazos de pan acabamos hasta con el sedimento que quedaba en las pailas.

Como –repito- habíamos caído en la idiotez de no mudarnos a Punta, el segundo día incluyó un tiempo precioso desperdiciado otra vez en hacer carretera. Pero había que ir más allá, hacia La Barra y José Ignacio.

Por allá por los ya lejanos 40´s, la Barra de Maldonado era un pueblo de pescadores. Con el pasó de los años fue creciendo en tamaño y en popularidad debido al aumento demográfico ocurrido a partir de la aparición de tiendas, restaurants, pequeñas galerías de arte y artesanía, chiringuitos y algunas de las casas de playa más lindas que he visto en mi vida. La Barra es hoy suburbio de Punta del Este, pero con regulaciones que impiden edificios altos. De hecho, las calles se van estrechando hasta convertirse en suerte de collage de avenidas pequeñas. Nada de boato, sino sencillez exquisita. La gente camina a placer como si el tiempo se hubiera detenido y las hojas del calendario no pasaran.  Busque el famoso puente ondulado o Puente de La Barra.  Cuando usted lo cruce tendrá una sensación de vértigo.

Como a unos 45 minutos de La Barra está José Ignacio, un pueblecito de casas pequeñas y calles angostas en las que en verano se pronuncia con cotidianidad y en varios idiomas  la palabra placer. Pero el invierno en la costa tiene un encanto muy particular. En José Ignacio las playas son largas y nada serenas. El gris de la temporada produce un sosiego interno único. Allí en ese villorrio buscamos y encontramos un restaurant del cual teníamos excelentes recomendaciones: La Huella.

Todo lo que yo pueda escribir sobre la puesta en escena de este comedero sería incompleto. Sí, un comedero, suave, hermoso, con sencillez y autenticidad en cada detalle. Y la oferta culinaria es de envidia. El dueño, Martín Pitaluga, un uruguayo con aspecto de hippie y con una simpatía casera pero que resulta ser un chef de fama internacional, se encarga de garantizar que sus platos dejen huella en el paladar de los comensales. No se lo pierda.

¡Ay, no. Nos tenemos que ir!

No me avergüenza aceptar públicamente mis errores. Tomamos el ferry de regreso a Buenos Aires desde Colonia y no desde Montevideo, con lo cual perdimos tiempo precioso en una carretera que ya habíamos transitado, en lugar de disfrutar un día más en Montevideo. Pudimos haber caminado más por parques y plazas o disfrutar de un estupendo almuerzo. Así que tome el ferry desde Montevideo. Es más larga la navegación pero más conveniente.

No me alcanza el espacio editorial para narrarle todo lo bien que lo pasamos en Uruguay. Seguramente usted descubrirá lugares que yo no he visto. Sólo me queda desearle ¡Buen viaje!

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