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De las historias y las estaciones
Habiendo nacido en un país tropical, no me familiaricé de pequeña al concepto de las estaciones. No contaba los meses que faltaban para el verano, no esperaba inquietamente la estación de ciertas frutas, no tenía que cambiar closet cuando llegaba el cambio drástico de frio a calor, o viceversa.
Sin embargo me tocó vivir mi adolescencia contando inviernos, disfrutando veranos, enamorándome de primaveras. Y a pesar de los doce años que llevo viviendo bajo las estrictas reglas del tiempo me sigue sorprendiendo como las hojas cambian de color, los paisajes parecen innovar movimientos artísticos, como con los pájaros migra mi vida social – aterrada por el frío – y como de alguna manera, no importa cuantos inviernos has vivido, este siempre te parece el más frío.
Lo que me lleva al punto clave de mí escrito – el drama en una historia.
A ver, yo de pequeña me enteré que existían las estaciones gracias a un librito de esos de niños, escondido entre las repisas polvorientas del salón de pre escolar que solo tenían el privilegio, o la oportunidad de visitar, aquellos niños quienes tenían padres…no tan puntuales. Me sentaba en el ángulo, fascinada, y leía esta corta historia de una lombriz que tenía que sobrevivir las cuatro estaciones, y contaba cómo cada estación esperaba impacientemente la próxima, hasta que la primera se repetía y de igual manera se repetía su comportamiento. La pobre lombriz se congelaba en invierno, y se peleaba por la sombra en verano, y por propósitos narrativos, la lombriz nunca estaba totalmente satisfecha.
Este pequeño libro me enseñó más que a leer y a fantasear de un mundo con muñecos de nieve que se derretían para dar paso a capullos de flores coloridas. Este libro me enseñó el arte de contar una historia – cosa que ahora, años después, me lleva a escribir este articulo.
Las historias funcionan por actos, o se podría decir, por estaciones. Empezamos en primavera, sin problemas, sin mucho frío, sin mucho calor, con praderas de flores y un cielo pintado por los siete colores del arcoíris. Llega el verano y el primer acto se empieza a volver más interesante, se pone más caliente la cosa y aunque nos gusta al principio, la temperatura (metáfora del drama) empieza a subir, hasta que no aguantamos más y en este momento queremos un cambio. Empieza el segundo acto. El otoño nos trae alivio para las pieles tostadas por el sol ardiente estivo , pero entre estas brisas refrescantes se cuelan vientos húmidos que nos advierten del invierno que se acerca. El invierno, a su vez, se nos hace interminable, nos parece ser el más insoportable, se vuelve dueño de nuestras vidas y nosotros ansiosamente esperamos la primavera para que termine con tal miseria. Pero cada año es igual, la primavera no llega hasta que caigamos en ese momento de frío total, porque para entrar en el tercer acto, necesitamos tocar fondo. La primavera espera para hacer su entrada , y llega ese día que dices basta algo hay que hacer, no esperaré que llegue la primavera por siempre, me ocuparé yo misma de sacarme de este drama invernal – hoy me pongo un vestido.
En una historia normal, esto trae al tercer acto, cuando de nuevo florece y la historia llega un final. Pero las historias son ficción, por más reales que sean o por más que sean verdaderamente pedazos de realidad, son fruto de la imaginación humana, que se ha acostumbrado erróneamente a este concepto de principio y fin. En cambio la naturaleza es mucho más sabía, real como ella sola, no conoce ni primera pagina ni ultima, ella infinitamente sigue existiendo, reviviendo, floreciendo, dando fruto, opacándose, deprimiéndose y volviendo a florecer.
Hoy escribo este análisis del paisaje que se transforma y transciende, porque he descubierto que por más que sea escritora de ficción en el alma, soy amante de las historias de la naturaleza, reales y sin fin. Estoy cansada de que nos creamos cuentos que van de caratula a caratula. Que la gente defina momentos como “últimos”, que se hable del “final”, que se hable de historias que se acaban. Los amores no tienen fin, las vidas tampoco, los recuerdos menos, porque son frutos de la naturaleza que a su vez es eterna. Aquí estamos nosotros humanos incrédulos, creyendo profecías mayas, tratando de darle un fin a lo infinito sin entender que tenemos que adaptarnos a los ciclos de los elementos, aprendiendo, viviendo, dejando el drama a nuestras espaldas. Vivamos esta estación de nuevo, comamos fresas hoy , comamos melones cuando toque y alcachofas cuando no quede nada más, dejando de esperar el cambio nunca antes visto, el fin drástico de una historia de amor, la muerte súbita de una idea, o la desaparición de nuestros sueños.
Yo, escritora por pasión, hoy me rindo en mi batalla, renuncio a mis historias de papel porque admito que nunca me olvidaré de aquellos que he amado, así, mundanamente haya dicho que se había acabado todo entre nosotros. No deshecho ninguno de mis recuerdos, así haya pasado años sin pensar en ellos. No permito que se escapen mis sueños, así parezcan absurdos e irrelevantes hoy en día porque amar es amar como lo fue hace cuatro estaciones, soñar es soñar como lo fue hace años, y recordar es recordar como siempre lo ha sido y seguirá siendo. Es verdad que siento que nunca he amado así, que nunca he soñado en grande como lo hago hoy, pero eso es porque cada invierno nos parece más frío y cada primavera- por suerte- las fresas nos saben más dulces.